Serie: Nuestros Ilustres Muertos — Recupera tu memoria
Mazatlán, Sinaloa · 31 de octubre de 2025 · Paralelo 23 Comunicación
No todos los hombres necesitan estatuas. Algunos bastan con su firma. Gilberto Rojo Robles fue uno de esos hombres que se ganaron el respeto sin levantar la voz, con la simple obstinación de hacer lo correcto.Nació en Quila, Sinaloa, en 1915. De chamaco se fue a Escuinapa, donde los trenes pasaban como relámpagos y el aire olía a diésel y esperanza. Aprendió el código Morse antes que la aritmética y se hizo telegrafista en los tiempos en que los mensajes viajaban por el pulso y la paciencia. De ahí se brincó al sindicato ferrocarrilero, el mismo que un día encabezaría Demetrio Vallejo, con quien compartió causa, cárcel y dignidad.
Le tocó Lecumberri. Le tocó el castigo de los que no se doblan. Y cuando salió, flaco y envejecido, todavía creía en el país que lo había encarcelado. “Uno no se vende —decía— porque el alma no tiene tarifa.”
Ya de regreso en Mazatlán —la ciudad que adoptó como suya— aceptó un cargo menor, pero honroso: oficial del Registro Civil. A su manera, siguió siendo ferrocarrilero: cada acta, cada nombre, cada firma era un vagón que debía llegar a su destino exacto.
Una tarde cualquiera de los años setenta, el destino le tendió una de esas ironías que solo la historia sabe escribir: le pidieron certificar una copia del acta de nacimiento de Pedro Infante Cruz. Aquel documento, fechado el 18 de noviembre de 1917, era más que un papel; era el acta de origen del ídolo de México. Gilberto Rojo Robles la firmó con su trazo firme y recto, como si estuviera marcando la última línea del ferrocarril que unía la justicia social con la memoria sentimental del país.
«No imaginé que esa acta se volvería famosa. Era solo mi deber… y el deber también deja huella.»
Para él fue un trámite. Para México, la confirmación oficial del mito. El hombre que creyó en la justicia social terminó siendo testigo de calidad que certificó el nacimiento simbólico de la voz más amada de México.
En los archivos de La Talacha, Enrique Vega Ayala lo describió con esa prosa entrecortada y lúcida que se gasta cuando se escribe con cariño: “De Vallejo a Toledo, Rojo Robles fue la memoria viva del movimiento ferrocarrilero, el que conoció la cárcel, el poder y la nostalgia sin que ninguno lo cambiara.”
Murió sin aspavientos. Sin discursos, sin medallas. Pero dejó una lección que sobrevive a los rieles oxidados: que la honestidad puede ser una forma de heroísmo silencioso. Y que todavía hay firmas que hacen patria.
Demetrio Vallejo, compañero de crujía en Lecumberri

