Serie: Nuestros Ilustres Muertos · La Patria Íntima
Hay días en que la muerte es apenas una puerta entreabierta.
Abril de 1957: el país amaneció con la garganta hecha nudo y la radio enlutada.
El cuerpo fue embalsamado y llevado a la Ciudad de México, donde la multitud lo convirtió en leyenda;
porque a veces el duelo popular no sepulta: consagra.
Y, sin embargo, el verdadero milagro vino después. En pleno siglo XXI, la figura de Pedro Infante sigue erguida
como columna vertebral de la cinematografía mexicana; su popularidad no se achica con los años, se multiplica
con cada nueva camada que lo encuentra a medianoche en la tele o en la bocina de un taxi.
No hubo otro que unificara el pulso sentimental de tanta gente tan distinta: hombres y mujeres, niños y viejos,
barrio y salón.
Acta, puerto y memoria
Su historia —la del chamaco disciplinado que afinó la voz como quien levanta una casa—
pertenece por igual a Guamúchil y a Mazatlán. En este puerto quedó asentado en tinta y oficio
cuando un ferrocarrilero devenido oficial del Registro Civil, Gilberto Rojo Robles,
firmó el acta que reconoce a Pedro Infante Cruz.
A veces la fe pública pesa más que cualquier discurso de plaza.
El hombre que aprendió a volar
Lo quisimos en el cine y en la canción, pero también arriba del cielo.
Aprender a pilotear fue su manera de medirse con el viento.
La crónica del accidente es sobria y cruel: los fierros no perdonan, el país se queda helado, el mito abre los ojos.
Desde entonces, cada 15 de abril se nos hace de noche un instante y vuelve a amanecer con su voz.
El espejo de todos
¿Por qué él? Porque fue espejo generoso: el obrero que canta su jornada; la novia despechada que se ríe para no llorar; el niño que sueña con aviones;
el padre que no sabe pedir perdón, pero lo intenta.
En sus películas humildes y en sus joyas luminosas, en serenatas fallidas y sábados de mandado,
Pedro nos enseñó a perder con dignidad y a celebrar sin alardes.
El actor que no necesitó escuela
Pedro no sólo fue voz y carisma: fue un actor natural, sin academia ni método,
capaz de conmover a un país entero con la pura verdad de sus gestos.
En Nosotros los Pobres, esa verdad se hizo carne.
La escena del incendio en la carpintería, cuando muere el Torito, lo revela entero:
rostro tiznado, garganta rota, desesperación que no se finge.
Aquella secuencia —con fuego real y cámara pegada al pecho— lo convirtió en algo más que un ídolo: en un espejo de la tristeza y la ternura del pueblo.
Desde entonces, la historia del cine mexicano tiene un antes y un después del carpintero de camiseta a rayas.
Voces que lo cuentan
Las biografías de época y las crónicas regionales coinciden en un trazo:
Pedro era un hombre de barrio con disciplina de artesano.
Joaquín Hernández, cronista de Teacapán,
lo recuerda como una presencia familiar en la costa sinaloense: cercano, risueño, con el don de entrar a las casas sin pedir permiso —por la radio, por el cine, por la memoria. Esa cercanía explica por qué, cuando lloró como Pepe el Toro, lloramos con él sin preguntar por qué.
Generosidad y legado sinaloense
También fue un hombre generoso. Nunca olvidó a sus paisanos ni a la tierra que lo formó. Por su recomendación, la actriz mazatleca Amelia Wilhelmy —la entrañable Corcholata del universo de Ismael Rodríguez— encontró su lugar en el firmamento.
Pedro abría puertas con la misma facilidad con la que rompía corazones: ayudando, sonriendo, compartiendo su suerte.
Acta, memoria y destino
La memoria necesita papeles y canciones. El acta civil, los rollos de película y la voz que todavía ronda las casas a la hora del café. Lo demás es sencillo: cada vez que suena una guitarra en la penumbra, el muchacho que se cayó del cielo vuelve a ponerse de pie.

