#Observatorio Cuando el agua nos alcance | Mario Martini

Por Mario Martini

Hay frases que parecen inofensivas. Pequeñas, domésticas, casi de sobremesa. Pero en Mazatlán hay una que pesa como piedra del Pípila:

“Siempre ha pasado.”

Esa frase —tan de barrio, tan de domingo— es el ungüento perfecto que usamos para anestesiar lo inevitable. Es el “no pasó nada” del Pacífico mexicano que se suma a la tradicional “como quiera nos arreglamos”, sentencia que ha destruido empresas y familias que incumplieron esos acuerdos de palabra.

El problema no es el agua ni los huracanes: somos nosotros, porque vamos colocando piedra por piedra para construir la catástrofe. Ya lo dijo filosa y claramente Raquel Zapién, periodista ambiental y consejera ciudadana del Sistema Anticorrupción de Sinaloa.

Un estudio científico de Conselva, Costas y Comunidades A.C. confirma lo que las tragedias pasadas ya sospechaban: 102,377 personas en Mazatlán viven hoy en manzanas clasificadas con riesgo alto y muy alto ante fenómenos climáticos. No son números de escritorio. Son familias, escuelas, talleres, rutas de evacuación, vidas…

Si no nos ponemos en acción a la voz de ya, en 2030 la cifra subiría a 144,307. Es decir: más o menos toda la población de una ciudad dentro de la ciudad.

  1. ¿Y la causa? Basura en arroyos, expansión urbana donde no debió haber ciudad, coberturas vegetales sacrificadas a cambio de más infraestructura gris (símbolo de “progreso”) y un Pacífico que hierve un grado más cada año.

El calentamiento no es opinión. Es ciencia.

El océano caliente es gasolina para la lluvia. Cada bolsa de basura en un arroyo es un dique improvisado. Cada banqueta inundada es un aviso. Cada metro invadido de playa desplaza las celdas costeras que regulan el intercambio de energía en el litoral y alimentan a los ciclones.

Pero seguimos llamándolo un simple “capricho del clima”. Nos encanta personificar al cielo; nos cuesta trabajo aceptar la responsabilidad. Esa, a veces, se la dejamos toda a la Virgen de la Puntilla.

Mientras el agua se acumula abajo, la indiferencia general —de autoridades de los tres niveles y de ciudadanos— se acumula arriba.

Mazatlán ya perdió parte de la cubierta vegetal que retenía el agua como esponja: 21,241 hectáreas que hoy son banquetas calientes, techumbres blancas, camellones secos y arroyos con latas de cerveza, pañales, colchones y electrodomésticos oxidados.

Agua y viento —armas de la naturaleza— tienen memoria. Y siempre encuentran la forma de entrar por la puerta que dejamos abierta.

“Siempre ha pasado”, decimos con resignación tropical. Pero esa frase normaliza el daño. Lo vuelve costumbre. Y las costumbres, cuando son malas, siempre cobran factura.

En este puerto hay memoria de ciclones que borraron calles, techos y nombres. Pero también hay generaciones nuevas que sólo conocen el rumor de un ciclón por TikTok.

Mientras tanto, seguimos fabricando, con éxito inusitado, nuestra próxima inundación. No con tormentas, sino con bolsas negras y autoridades grises como el cemento.

Cuando el agua decide regresar, viene a recordarnos lo que ya sabíamos: la naturaleza cobra con intereses.


Antes de que el destino nos alcance, urge reparar lo que abandonamos. No por nostalgia. Por matemática. Por probabilidades al estar en zona ciclónica.

En Mazatlán y en cualquier parte del mundo, las catástrofes no son naturales. Son humanas. Y la nuestra está a la vuelta de la esquina.

Saludos cordiales
MM

imágenes creadas por P23/IA con fines ilustrativos.

Fuentes: Conselva, Costas y Comunidades A.C.; Estudio de vulnerabilidad socioambiental; Modelos de riesgo 2030; Datos de cobertura vegetal vulnerable.

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