Observatorio/Turismofobia/Por Mario Martini

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@Mario Martini

Una nueva pandemia circula en el mundo global desde hace algunos años: se trata de la turismofobia que está provocando la reacción social para devolver la tranquilidad a las ciudades. Es decir, los residentes originales y permanentes están limitando y filtrando la calidad y cantidad de visitantes que quieren recibir en sus pueblos y ciudades.

Durante la segunda mitad del s.XX, precisamente después de la segunda gran guerra, las naciones del mundo abrieron las puertas de par en par al turismo, que era entonces la solución expedita a todas las carencias generadas por el conflicto bélico. La llamada industria sin chimeneas ofrecía bondades muy superiores a cualquier otra actividad económica.

Pero con el tiempo fue convirtiéndose en una peligrosa marabunta que destruye todo lo que encuentra a su paso y arrincona a los habitantes a espacios prácticamente marginales o de cautiverio domiciliario. Los turistas toman las ciudades por asalto y se apoderan de espacios comunes con la complicidad de autoridades ineficientes y corruptas que usufructúan y reciben beneficios directos de esta anarquía y particularmente del generoso flujo en efectivo que aportan visitantes de bajo nivel económico que consumen en puestos ambulantes de 5 tacos por80$ o compran latas de sardina en Oxxo para hacerse sandwiches o que incluso cargan con enormes cazos de cobre para freír carnitas y chicharrones estilo Michoacán en espacios públicos (de ahí el termino turismo chicharronero).

Estas prácticas están obligando a los residentes permanentes a huir de sus viviendas durante temporadas vacacionales, dejando el espacio libre a hordas bárbaras que toman las calles por antros, los parques como comedores comunitarios, las playas de excusados, las fuentes públicas de regadera y la infraestructura urbana de tendederos.

Hay quienes defienden el derecho de todos mundo a la recreación, desde el supuesto que nadie debe ser discriminado por raza, credo o nivel económico. Tienen razón, pero todos, visitantes y residentes, debemos respetar leyes y reglamentos de convivencia que el gobierno del Químico Benítez dejó al arbitrio de cada quien, mientras él y sus mujeres se dan la gran vida viajando a placer con cargo al presupuesto público.

Mazatlan está padeciendo los efectos del turismo chartero-chicharronero que llega no solamente en temporadas vacacionales sino cada fin de semana a ejecutar una enorme catarsis colectiva que incluye a jóvenes mujeres que hacen striptease (del inglés strip: desnudar y tease: tentar) en la Avenida del Mar.

El arquitecto Servando Rojo Quintero, director del Centro INAH en Sinaloa, presentó en el programa La Tertulia Martini & Chiquete algunos avances de un estudio nacional sobre la turismofobia, la otra pandemia a la que está reaccionando el mundo.

Expuso la necesidad de abordar el caso Mazatlán, donde el problema requiere de acciones inmediatas para regular una actividad que está fuera de control y que afecta de manera directa la calidad de vida de los residentes.

Es cierto, esta otra pandemia ya está tocando la puerta de nuestras casas. El departamento frente al mío lo rentan por AB&B, lo que no debería ser problema. Pero ante la falta de regulaciones, hospedan a 10 o más personas en un departamento de 2 recámaras. Pero si el exceso -“sobrecarga” le llaman los especialistas- ya es un problema, el nivel social y cultural de los visitantes lo supera todo: cuelgan calzones en el balcón; escuchan a todo volumen a Rigo Tovar y reeageton; y dejan las áreas comunes como chiquero. Son, en efecto, una perniciosa marabunta que está acorralando a los ciudadanos que vivíamos en santa paz antes de que llegara la “modernidad” en forma de conquista tribal.

Complementariamente a esta desatada anarquía, las aurigas, pulmonías y razzers circulan por la zona como cantinas ambulantes que puntualmente hacen sonar el Corrido a Mazatlán unas 20 veces al día, gracias al tour José Alfredo Jiménez que empieza en Paseo del Centenario al despuntar el alba y termina muchas horas después del rayo verde.

Antes la vida en el histórico Barrio de Olas Altas se pasaba sin llorar y solamente era inquietada por el tradicional Carnaval; hoy es un cotidiano espacio de jolgorio sin rienda que incluye tronatas de cuetes varios días a la semana para celebrar bodorrios, quinceaños o graduaciones en la ruina de la Quinta Echeguren.

Hay que tomarle la palabra al director del INAH para que los habitantes y sus organismos reguladores tomemos nuevamente el control de nuestra ciudad.

Piénsele tantito: ¿Invitaría usted a su casa a esta turba de turistas?

Fotos de archivo con fines ilustrativos: El Sol de Mazatlán

[email protected]

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